Sostienen algunos que la herencia cultural es determinante en el accionar de las sociedades.

Hay reflexiones que dan cuenta de las diferencias actitudinales frente a la política y los negocios (y el enfoque ante temas más espirituales) entre aquellos de ascendencia latina y los de origen anglosajón, diferencias que hasta se replican entre los que profesan cultos religiosos más cercanos al catolicismo y los volcados al protestantismo.

Son, en todo caso, esfuerzos por entender cómo ciertos pueblos son esencialmente pragmáticos y otros se desviven en la consagración teorética.

Unos se apasionan por resolver problemas. Otros por descubrirlos. Unos les ponen punto y aparte a los dilemas. Otros sólo punto seguido.

Los primeros, en buen romance, optan por matar dos pájaros de un tiro. Los segundos quieren ver al pájaro morir cantando.

Bajo estas premisas “de mesa de café” los argentinos son claramente identificables.

En la Argentina, la industria textil parece cantar sus diatribas y nadie tomó la decisión de resolver el complejo entramado de problemas que tiene este sector.

Es común sólo ver la punta del iceberg: importaciones que dejan fuera del mercado a la industria nacional que paga el costo fiscal más alto del mundo.

Es común la tentación pendular de proteger a la industria, cerrando las importaciones, o proteger al consumidor, abriendo el mercado.

No es común en cambio ver el lado B que también compone a la industria textil.

En la misma ciudad de Buenos Aires el fraude marcario está a la orden del día, lo mismo que el trabajo a destajo.

Todo a metros de un Congreso teorético que no actualiza marcos normativos que son la delicia de la informalidad, como las maniobras que permite la ley de “trabajo a domicilio”.

Hay soluciones presentadas cuya ejecución probablemente le tenga miedo a las mafias esclavistas de los talleres clandestinos. Por ejemplo, la creación en la ciudad de Buenos Aires de una “zona franca textil”, en predios que todavía están relegados, en el sur, a la vera del Riachuelo, donde el régimen permita la importación textil sin impuestos para su fabricación, y habilite también su comercialización en el mercado interno.

Un enclave de esta naturaleza habilitaría la normalización y trazabilidad del trabajo, daría condiciones dignas y salubres a quienes hoy, en Buenos Aires, trabajan “en jaulas” según su productividad.

Premiaría las inversiones genuinas; permitiría conservar el empleo y potenciarlo; desgravaría en función del agregado de valor en diseño, por ejemplo, y terminaría con la marginalidad obviada por el legislador.

Habrá que vencer la hipocresía de quien verá esclavismo en la maquila y emprendedorismo en las máquinas de coser de un conventillo.